Elton Krusky silbaba una melodía desafinada mientras su lujoso auto deportivo se deslizaba por las calles de Copenhague. La noche caía sobre la ciudad, encendiendo luces de neón y farolas doradas, pero Elton apenas las percibía. Su mente estaba en el encuentro con Laila, en la forma en que su rostro se había contorsionado de asco, pero, al final, cómo había cedido. "Lo pensaré", había dicho. Para Elton, esas dos palabras, pronunciadas por la gélida Matriarca Valmorth, eran una victoria rotunda, el primer paso hacia la consolidación de su apellido con la pureza de la sangre Valmorth.
El prestigio, el poder, el linaje... todo lo que siempre había anhelado estaba al alcance de su mano. Se imaginaba a sí mismo, en el futuro, no solo un Krusky, sino un Valmorth, un nuevo patriarca. Una sonrisa arrogante se dibujó en sus labios mientras el auto se detenía frente a su propia mansión, una fortaleza de cristal y acero que, aunque ostentosa, palidecía en comparación con la venerable grandeza de la propiedad Valmorth. "Pronto, Laila", pensó, "pronto nuestra familia será una sola".
Mientras tanto, en la penumbra opulenta de la mansión Valmorth, Laila no compartía la complacencia de Elton. Se había retirado a sus aposentos, donde la luz de la luna apenas se filtraba a través de las pesadas cortinas de terciopelo. Su disgusto por el encuentro con Krusky era un veneno que le corroía la sangre.
La audacia de ese hombre, su vulgaridad, su osadía al proponer tal afrenta, era inaceptable. Que un parásito como él siquiera considerara fusionar su linaje impuro con el suyo, el Linaje Valmorth, era una blasfemia que exigía una respuesta inmediata y definitiva. La amenaza de Elton de revelar los secretos del linaje, de exponer la verdad de sus métodos a las masas, era una declaración de guerra. Y Laila Valmorth no perdía batallas.
Deslizó un dedo por el borde de una copa de cristal fino, su mente trazando un plan. La limpieza debía ser absoluta, el mensaje, innegable. Presionó un comunicador oculto en la pared.
—Yusuri —su voz era un susurro helado que, sin embargo, llevaba el peso de una sentencia de muerte—. Ven a mis aposentos. Ahora.
Yusuri apareció segundos después, una sombra silenciosa y eficiente. Se postró ante ella, su rostro inexpresivo como siempre, esperando las órdenes. Laila no se anduvo con rodeos.
—Elton Krusky ha cometido un error fatal —comenzó Laila, sus ojos carmesí brillando en la penumbra—. Él y su patética sangre no deben mancillar la nuestra. Al amanecer, ya no debe existir. Quiero que sea borrado. Y que esta noche, sus dos hijos menores, esos que heredaron su debilidad, desaparezcan también.
El mayor, el que tiene promesas, déjalo vivir. Pero que los otros dos paguen el precio de la insolencia de su padre. Que no quede rastro de ellos. Asegúrate de que el mensaje sea claro. Un recordatorio brutal para cualquiera que ose desafiar mi voluntad.
Yusuri asintió, su voz un murmullo de obediencia. —Será hecho, mi señora. Ningún rastro. Solo el mensaje.
La noche se cernió sobre Copenhague como un sudario. Las luces de la ciudad parpadeaban indiferentes, ajenas al oscuro drama que se desarrollaba en las sombras. En la imponente mansión de Elton Krusky, la seguridad era laxa, un reflejo de su propia complacencia y arrogancia.
Yusuri y un equipo selecto de sus "ejecutores" se movían con una eficiencia fantasmal, sombras entre las sombras. Se deslizaron por los perímetros, deshabilitando alarmas con una precisión quirúrgica, sus movimientos silenciosos como el aliento de la muerte.
La infiltración fue un trabajo de arte macabro. Los guardias de seguridad de Elton, hombres aburridos y mal pagados, fueron neutralizados con inyecciones rápidas y silenciosas de un potente sedante. Sus cuerpos se desplomaron sin un gemido, arrastrados a la oscuridad, sin dejar rastro de su paso. La mansión, con sus largos pasillos y su silencio resonante, se convirtió en un laberinto en el que los Valmorth se movían con una familiaridad inquietante.
Yusuri lideraba el camino, su rostro cubierto por una máscara oscura que solo dejaba ver sus ojos gélidos. El olor a perfume barato y alcohol rancio se hacía más fuerte a medida que se acercaban al dormitorio principal.
Elton, como era de esperar, dormía a pierna suelta, roncando ruidosamente en su cama, rodeado de sábanas de seda revueltas y una botella de brandy a medio vaciar en la mesita de noche. Su figura obesa y su rostro hinchado por el alcohol eran una visión patética, completamente ajena a la sentencia de muerte que lo esperaba.
Yusuri levantó un brazo, y sus hombres se posicionaron alrededor de la cama, cuchillos enfundados, sus sombras proyectándose sobre la figura durmiente de Elton. La discreción era clave. Un corte limpio, silencioso, y luego la eliminación de los cuerpos y cualquier rastro. El cuchillo de Yusuri, afilado y frío, brilló apenas bajo la escasa luz. Se alzó, listo para descender, para poner fin a la vida de Elton Krusky de una vez por todas. La punta de la hoja ya rozaba la piel del cuello del hombre, un filo que prometía un fin rápido y silencioso.
Pero justo en ese instante, una figura emergió de las sombras del balcón, moviéndose con una velocidad y gracia que desafiaban la vista. No era una sombra, sino un destello de movimiento, como un ave cazadora que cae en picado. La luz tenue de la habitación se reflejó en una hoja de acero templado, una espada que no parecía pertenecer a este mundo.
La espada silbó en el aire, un sonido que cortó la tensión como un látigo. Impactó contra el cuchillo de Yusuri con un
clang
metálico y resonante. Las chispas volaron, y el cuchillo de Yusuri fue desviado, golpeando la pared con fuerza.
Yusuri se giró al instante, su expresión, oculta por la máscara, no mostró sorpresa, solo una concentración letal. Ante él, en la penumbra, se recortaba una figura ágil y esbelta. Llevaba una capucha que ocultaba su rostro, y su ropa era de un tono oscuro que le permitía mezclarse con las sombras. Pero lo que más destacaba era el brillo de su espada, un arma que manejaba con una fluidez mortal.
—No tan rápido, verdugo —dijo una voz grave, aunque algo ronca, que parecía brotar de la oscuridad misma. El hombre no era grande, pero su presencia llenaba la habitación. Su postura era la de un guerrero veterano, cada músculo tenso, listo para la acción.
Elton, sobresaltado por el
clang
Y el ruido de la confrontación, soltó un alarido de terror y se incorporó de golpe en la cama, sus ojos desorbitados por el miedo y la confusión. Balbuceó, sin comprender la escena que se desarrollaba ante él.
—¿Quién diablos...? —comenzó Elton, antes de que el recién llegado, con una voz más urgente y clara, lo interrumpiera.
—¡Krusky! —la voz del guerrero era como un latigazo, perforando la niebla del alcohol en la mente de Elton—. ¡Despierta, imbécil! ¡Levanta a tus hijos, ahora! ¡El mayor, el del segundo piso, y los otros dos! ¡Sácalos de aquí! ¡Corred, Krusky! ¡No tenemos tiempo!
Elton, a pesar de su miedo, reconoció la urgencia en la voz del hombre. Sus ojos parpadearon, la verdad de la situación comenzando a filtrarse en su mente. Era un ataque. Y este hombre... este "héroe", le estaba salvando la vida. Con un gemido de pánico, Elton se levantó de la cama, tropezando con las sábanas, y corrió hacia la puerta, su cerebro finalmente reaccionando a la inminente amenaza. El pánico era el mejor motor.
Yusuri y sus hombres se movieron al unísono, rodeando al intruso. Sus cuchillos se desenvainaron, listos para la batalla. Pero el hombre de la espada no era un oponente común. Sus movimientos eran los de un Gorrión, rápidos, impredecibles, letales.
La confrontación entre la Sombra de Laila y la Sombra del Gorrión acababa de comenzar.