En una oficina de la Academia Viento Profundo, un anciano de unos sesenta años, con una barba larga y blanca, leía con atención unos antiguos pergaminos. La habitación, amplia y luminosa, estaba decorada con estantes repletas de libros y muebles de madera pulida. En una esquina, un brasero lanzaba suaves llamas, llenando el aire con un leve aroma a incienso que se desprendía de un pequeño quemador, mientras las sombras danzaban al ritmo del fuego.
El anciano, absorto en su lectura, se sobresaltó levemente cuando un golpe seco resonó en la puerta.
—Adelante —dijo con voz profunda y algo perezosa.
La puerta se abrió y entró una joven alta y hermosa. Medía alrededor de 1,80 metros y su cabello dorado, con mechones rojos que resaltaban su belleza, caía como un torrente de fuego. Sus ojos, de un azul cristalino, eran suaves pero fríos, como un lago en calma. Su rostro afilado y simétrico destacaba aún más sobre su piel blanca como el jade más puro.
Se acercó al escritorio con pasos firmes y habló con una voz respetuosa, aunque sin servilismo:
—Director, ¿me había llamado?
El anciano, el director de la academia, la miró con ojos profundos y asentado.
—Toma asiento —dijo—. Quiero conversar contigo un rato.
La joven se sentó frente a él, expectante.
El anciano, con una mirada cálida, preguntó:
—Pequeña Lunira, ¿cómo está tu padre?
—Bien —respondió con tono neutro.
—¿Y tú cómo estás?
—Bien.
El director la observó con atención, intentando descifrar su expresión, y comentando con un tono más reflexivo:
—He oído que tu padre quiere que te casos después de graduarte. ¿Cómo te sientes con eso?
Lunira frunció el ceño, mostrando una mezcla de impotencia y enojo.
—Ya le dije a mi padre que no lo haré. ¿Por qué debería casarme? Puedo valerme por mí misma. No necesito un hombre que me proteja.
El anciano asintió lentamente.
—Estoy de acuerdo contigo en que eres fuerte y no necesitas protección. Pero también entiendo la postura de tu padre. Su familia está pasando por un mal momento, y la mejor forma de fortalecerse es unirse a otra familia poderosa. La forma más efectiva es mediante el matrimonio. Siendo la mayor de tus hermanos, esa responsabilidad ha caído sobre ti.
Suspiré, dejando que el aire cargado de incienso lo envolviera.
—Bueno, sabes que la academia siempre te apoyará, eliges lo que elijas. Pero déjame darte un consejo: el camino del guerrero es solitario, y son pocos los que encuentran a alguien que realmente les importa y se preocupa por ellos. Si algún día encuentras a alguien así, no lo dejes escapar solo por tu terquedad de no querer depender de nadie.
Lunira asintió, pensativa.
—Pero terminando con eso, te llamé por otra razón —añadió el director.
Ella lo miró, sorprendida, apartando sus pensamientos.
—Quiero que seas una de las tres personas que evaluarán a los aspirantes que darán la prueba de ingreso a la academia.
Lunira lo miró, claramente confundida, y preguntó:
—Pero, señor, escuché que la prueba será un uno contra uno, y que solo cinco aspirantes podrán ingresar. ¿Para qué necesitan evaluadores?
El anciano se sorprendió y dijo:
—No sé de dónde sacaste esa información, pero es cierto. Solo cinco podrán pasar la prueba. Los evaluadores estarán allí para observar a esos cinco seleccionados y decidir en quiénes la academia invertirá sus recursos.
Lunira avanzando lentamente, con un destello de incertidumbre en sus ojos, y preguntó:
—¿Por qué yo? —su voz reflejaba una mezcla de sorpresa y desconcierto.
El anciano rió suavemente, como si la respuesta fuera obvia.
—Porque eres la más fuerte de la academia, y confía en tu criterio.
Lunira lo pensó durante un momento; sus labios se fruncieron levemente mientras analizaba las palabras del anciano. Finalmente, tomó decisión.
—Está bien.
Con eso, se despidió con una leve inclinación y salió de la oficina, dejando tras de sí el suave aroma del incienso y un aire de determinación.
El anciano se relajó en su silla, observando el techo de madera con vetas finas, y murmuró en voz baja:
—Me pregunto qué sorpresas nos traerán los nuevos aspirantes este año...
Mientras tanto, Arthur paseaba por la ciudad. Tras su discusión con el Lich, se dirigió a una posada cercana al gremio. Aunque no era lujosa, era la mejor en la que había estado hasta ahora. Cenó una sopa de conejo acompañada de jabalí asado, que le supo a gloria tras días de viaje. Después, se dirigió a su habitación y se dejó caer sobre la cama. No era tan suave como la del hotel de la familia Styla, pero era cómoda, y se quedó dormido sin darse cuenta.
Cuando despertó, ya era de mañana.
El Lich estaba en un pequeño escritorio, escribiendo con su pluma como siempre, con una pila de papeles desordenados a su lado.
Arthur sacó de su bolsa una poción de regeneración y, con alivio, vertió el contenido sobre su brazo derecho. Para su horror, no pasó nada. Miró su brazo esquelético, incapaz de comprenderlo.
Esperó un momento… y nada. Sus brazos seguían siendo solo huesos.
—Viejo Lich... —dijo, horrorizado—. ¿Por qué estas pociones no funcionan?
El Lich lo observó divertido, con una sonrisa torcida en los labios.
—Porque te maldije —dijo, soltando una risa maliciosa—. ¡Jajajaja!
—¿Qué? ¿Me lanzaste una maldición? —exclamó Arthur, alarmado.
El Lich dejó escapar otra carcajada, y tras calmarse, añadió:—Estoy bromeando contigo. —Se acercó, tomó la poción restante de las manos de Arthur y la inspeccionó con cuidado—. Es una poción de regeneración, no hay duda. Entonces... el problema eres tú.
—¿Yo? —repitió Arthur, asustado.
—Te advertí que no abusaras de las pociones —agregó el Lich, con tono más serio—. Esta poción ya no tiene efecto en tu cuerpo. Si quieres recuperar tus brazos, tendrás que conseguir algo de nivel más alto.
—¿De nivel más alto? ¿De qué hablas?
El Lich reflexionó un momento antes de responder:
—Diría que una poción de regeneración de nivel tres, o un hechizo de la iglesia.
Arthur se levantó alarmado.
—¡Pero ni siquiera he visto nada sobre pociones de regeneración de nivel tres en los libros! ¡Y aún no tengo contacto con la iglesia! ¿Me estás diciendo que tendré que entrar a la academia con estos brazos esqueléticos?
El Lich se burló:
—Míralo por el lado positivo: puede que en la academia te vean como un bicho raro y te acepten para investigarte. ¡Jajaja!
Arthur cayó de rodillas, abatido. Tendría que andar con brazos de esqueleto quién sabe cuánto tiempo.
Tras unas horas sumido en la desesperación, se recompuso y salió de la posada. Mientras caminaba por las calles, pensó:
Primero el núcleo, ahora estos brazos... Está bien. Me dije a mí mismo que aceptaría todo lo que el destino me prepare, y eso haré.
Con determinación renovada, se dirigió a una tienda cercana con un letrero que decía:
"Pergaminos de habilidades y hechizos".
Con sus manos huesudas envueltas en tela, abrió la puerta de la tienda y entró.
Lo que le esperaba al joven filósofo en la academia era algo que solo el tiempo se encargaría de contar.
Fin del capítulo.