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Chapter 2 - Ecos del ayer

Dejemos por un momento el presente, ese instante marcado por el fuego azul y el dolor ardiente del renacer. Demos la espalda al ritual, al sudor cayendo sobre el suelo de madera y a los susurros del poder que aguarda. Ahora, volvamos la mirada hacia atrás, hacia un tiempo donde la sangre aún no manchaba los recuerdos y las promesas no estaban hechas de cenizas.

A los días más silenciosos, y quizás más crueles, de la vida de Jota Morel. Porque para entender su determinación, su rabia y su propósito, no basta con verlo resistir el sufrimiento. Hay que conocer las raíces de ese fuego que arde en su interior.

Antes de hablar de justicia, hubo una infancia. Mucho antes del ritual y del RN, existió un hogar. Una vida que parecía ordinaria… hasta que lo extraordinario irrumpió con garras y dientes. Una familia rota, no por el tiempo, sino por algo mucho más salvaje y despiadado.

 

Nos situamos en la región de Deldoria que se extendía como un mar de árboles densos y altos, donde el sol apenas lograba colarse entre las copas enmarañadas. El aire olía a madera húmeda, tierra viva y pasto recién cortado. A lo lejos, rodeada de colinas verdes y caminos de tierra angosta, se alzaba una vieja granja de techo de tejas rojas y paredes de madera envejecida, resistiendo con dignidad el paso del tiempo. Era el hogar de los abuelos paternos de Jota, un rincón medio olvidado en el extremo más remoto de Frontier. 

 

Ubicado específicamente en el pueblo de Pondcross, un asentamiento rural situado en el extremo norte de Frontier. Aislado del ⁸bullicio de las ciudades y rodeado por espesos bosques, Pondcross era el tipo de lugar que parecía suspendido en el tiempo. Allí, las estaciones marcaban el ritmo de la vida, y la tecnología apenas había llegado a sus raíces.

 

Por un camino de tierra, cercado por bosques densos y susurrantes, avanzaba un pequeño vehículo. El polvo se alzaba en espirales bajo las ruedas, mientras los árboles parecían cerrar el cielo.

 

Jota Morel, de apenas ocho años, viajaba con su familia hacia la granja de sus abuelos. Saida, su hermana de siete años, dormía en el regazo de su madre, Adelise Morel. Su padre, Edras Morel, conducía con gesto concentrado, las manos tensas en el volante.

 

Jota, sentado en el asiento trasero, miraba por la ventana con los ojos muy abiertos. El paisaje pasaba ante sus ojos como un susurro de advertencia, y aunque era joven, algo en su interior le decía que este viaje era diferente.

 

Se inclinó hacia adelante, apoyando el mentón en el respaldo del asiento del conductor.

 

 "Papá... ¿por qué vamos a la granja si es peligrosa? Dijiste que esta zona antes era amarilla... ahora es roja..." preguntó Jota, su voz mezclando curiosidad con un dejo de nerviosismo.

Edras Morel, un hombre de cabello castaño oscuro, barba corta y manos curtidas por años de trabajo físico, esbozó una pequeña sonrisa al verlo por el retrovisor. Sus ojos, de un marrón oscuro profundo, reflejaban una calma sólida, de esas que parecían inamovibles incluso cuando el mundo se tambaleaba. Siempre había sido así: sereno, protector, con una paciencia que se sentía como un refugio para su familia. A pesar de la firmeza de sus gestos, había una ternura silenciosa en su forma de ser, un cariño que no necesitaba demasiadas palabras.

Pero se sentía algo incómodo al escuchar lo que dijo su hijo.

No era un lugar para inocentes. Aquel territorio estaba clasificado como una Zona Roja, lo que en la codificación del gobierno significaba una advertencia clara: área peligrosa, de presencia inestable y actividad hostil.

Las Zonas Amarillas, regiones de transición donde la seguridad era intermedia y las amenazas casi nunca aparecían, mantenían un peligro latente. Los habitantes vivían bajo vigilancia constante y con la esperanza de estabilidad. Los héroes patrullaban con mayor regularidad, pero el equilibrio podía romperse en cualquier momento.

 

"Porque a veces, Jota, lo más valioso no está en los lugares seguros." Hizo una breve pausa, su voz grave sonando como una promesa. "Tu abuelo plantó esos campos con sus propias manos. Allí nacieron tus raíces, incluso si tú aún no lo sabes. A veces uno tiene que acercarse al pasado para entender lo que debe proteger en el futuro."

 

Jota frunció el ceño, procesando esas palabras, mientras sentía la mano de su madre posarse suavemente en su hombro.

 

Adelise Morel, sentada a su lado, su cabello largo y dorado como el trigo maduro, y unos ojos grandes de un marrón claro, cálido y brillante, como la miel al sol. Su rostro, de rasgos delicados, estaba enmarcado por algunas pecas sutiles que le daban un aire juvenil, casi etéreo. Siempre había sido el corazón de la familia: dulce, comprensiva y profundamente intuitiva, capaz de captar cualquier emoción con solo una mirada. En su ternura había fuerza, una fortaleza silenciosa que Jota admiraba incluso sin entenderla del todo.

 

"¿Y los héroes? ¿No hay uno en Pondcross que nos proteja?" preguntó Jota con curiosidad, volviendo la vista al bosque, donde los árboles altos se mecían como si susurraran secretos.

 

"Sí, hay uno", respondió Edras, su tono volviéndose más serio. "No es de los héroes más altos del ranking, pero es fuerte. Lo suficiente para mantener a raya a los Devoradores... la mayoría del tiempo."

 

Adelise dejó escapar una leve risa, como un viento suave entre las hojas, y le dijo: 

 

"Confía, mi amor. Estaremos bien. Solo será por una semana. A tus abuelos les encantará verte cuanto has crecido."

 

Jota asintió lentamente. No quería preocuparlos más, pero algo dentro de él seguía inquieto.

 

Cuando bajó la mirada, sus pensamientos comenzaron a fluir en su mente como susurros.

 

"Cuando sea grande... quiero ser más fuerte que ese héroe. Quiero protegerlos a todos. A mamá, a papá, a Saida. No dejaré que nadie les haga daño."

 

Apretó los puños sobre sus piernas, con una fuerza que no venía de sus músculos, sino de su corazón.

 

A diferencia de otros niños, Jota Morel tenía un don especial. Desde pequeño, podía percibir lo que otros sentían. No entendía cómo, solo... lo sabía. Como si pudiera ver los colores escondidos en sus almas, como si el silencio mismo le hablara.

 

Mientras el auto avanzaba, Jota sintió la tensión de su padre al apretar el volante, y la tristeza oculta en la mirada de su madre.

 

"Están preocupados..." pensó, mirando cómo los árboles parecían cerrarse sobre el camino. "Pero no me lo quieren decir."

 

Se abrazó las piernas, como protegiéndose a sí mismo.

 

"Este bosque da miedo", pensó. "Parece que los árboles te miran."

 

Sus ojos se posaron en Saida, dormida en los brazos de su madre, ajena a todo peligro.

"Hermana... cuando sea grande, me volvere en uno de los 20 mejores heroes del Ranking y hacia ya no tendras que preocuparte de nada", pensó, cerrando los puños con fuerza. "Aunque me dé miedo también enfretarme a los Devoradores... son muy tenebrosos."

 

No sabía cómo lo haría. Solo sabía que algún día sería más fuerte, más valiente. No para que lo admiraran, sino porque había algo en su corazón que no le permitiría rendirse jamás.

Detrás de todo este sistema de defensa estaba la Agencia de Héroes, conocida como la Torre Celestial. Desde esa imponente estructura, ubicada en el corazón de la capital llamada Tierra Bendita, los 20 mejores héroes del ranking dictaban las órdenes y protegían el equilibrio de Frontier. Estos héroes de élite, más que celebridades,eran autoridades. Ellos asignaban misiones, elegían a los nuevos defensores y, desde su altura dorada, decidían quién debía enfrentarse al caos.

 

Los puestos más altos rara vez intervenían en zonas como Pondcross. Eran héroes de clasificaciones inferiores quienes eran enviados a defender pueblos rojos como este. Para ellos, no existían los aplausos ni las estatuas:solo la constante amenaza y la silenciosa determinación de resistir. En un mundo donde el heroísmo se grababa en mármol en la capital, aquí, en las Zonas Rojas, se escribía con cicatrices.

Estos héroes del Ranking mayormente protegian las Zonas Verdes,eran fortalezas casi invulnerables, donde la vida transcurría con relativa paz.

Mientras tanto el vehículo seguía avanzando hacia Pondcross, el pequeño Jota Morel ya empezaba a caminar, sin saberlo, por el sendero que lo llevaría a enfrentar su propio destino.

El auto dio un último traqueteo al pasar sobre una loma y, al descender, se abrió ante ellos la vista de un pueblo pequeño.

A pesar de estar en una Zona Roja, el lugar rebosaba de vida en su forma modesta y rural. Las casas de madera y ladrillo claro se alineaban a ambos lados del camino principal, con techos a dos aguas cubiertos de tejas gastadas. Ventanas pequeñas, enmarcadas con cortinas de colores desteñidos, reflejaban la luz del atardecer. 

 

Frente a algunas casas, improvisados puestos de mercado formaban un pequeño corredor lleno de productos locales: cestas de manzanas rojas, frascos de miel espesa, raíces medicinales y pieles de animales cuidadosamente curtidas. Hombres y mujeres, curtidos por el sol y el trabajo del campo, se movían entre los puestos, intercambiando palabras, sonrisas y mercaderías. Algunos niños corrían descalzos, persiguiéndose entre ellos, mientras un viejo perro dormitaba bajo una carreta.

 

Jota pegó la cara contra la ventana, observando con ojos enormes todo el movimiento.

 

"¡Mamá, mira! ¡Hay un montón de puestos!" exclamó, golpeando suavemente el vidrio con su dedo.

 

Adelise sonrió, acomodando mejor a la dormida Saida en su regazo.

 

"Sí, cielo. Es la feria del pueblo. La hacen cada semana para intercambiar cosas. Aquí no hay supermercados como en la ciudad."

 

Edras desaceleró el vehículo, esquivando a un par de gallinas que cruzaban el camino sin prisa.

El aire olía a tierra mojada, a fruta madura, a humo de leña. Un aroma cálido y rústico que se impregnaba en la ropa y en el alma.

 

Jota bajó un poco la ventanilla y dejó que el viento fresco le revolviera el cabello.

 

"Es como... otro mundo", pensó, sintiendo la mezcla de curiosidad y nerviosismo moverse dentro de su pecho. "Todo parece bonito... pero también un poquito triste."

 

Era una belleza antigua, sin adornos, cargada de un esfuerzo silencioso que él, aunque era apenas un niño, podía sentir. No había grandes edificios, ni luces brillantes, ni calles asfaltadas. Solo madera, tierra y corazones que latían fuerte para mantenerse vivos en medio de la amenaza constante.

 

Pasaron frente a una pequeña taberna, de cuyo interior salía el sonido apagado de una guitarra y risas dispersas. En la entrada, un cartel pintado a mano anunciaba el nombre del lugar: (El Refugio de Madera).

 

Un hombre robusto, con una cicatriz atravesándole el rostro, miró pasar el auto con ojos atentos. Jota sintió un pequeño escalofrío.

 

"Él... se siente cansado", pensó, sin comprender muy bien cómo podía saberlo. "Y también... triste."

 

Más adelante, junto a una fuente de piedra donde un par de niños jugaban salpicándose, se alzaba una pequeña torre de vigilancia. En su cima ondeaba una bandera desgastada: el símbolo de la Agencia de Héroes, bordado en hilos azul y plata. Una promesa silenciosa de protección.

 

"Allí debe estar el héroe del pueblo," pensó Jota, con un brillo de emoción encendiéndose en sus ojos. "Quiero conocerlo."

 

El vehículo avanzó unos metros más, dejando atrás el bullicio del mercado, adentrándose en un sendero de árboles que señalaba el camino hacia la granja familiar.

 

Jota, abrazando sus rodillas otra vez, sintió que su pequeño corazón latía más rápido, no solo por la emoción del viaje, sino también por una sensación más profunda y difícil de nombrar.

 

Era como si el aire mismo, cargado de promesas antiguas y peligros invisibles, le susurrara al oído: "Recuerda este momento, pequeño. Porque todo está a punto de cambiar."

El sendero de tierra serpenteaba entre los árboles hasta abrirse en un gran claro. Allí, la vida brotaba en todas direcciones.

 

La granja de los abuelos era un pequeño universo propio, perdido entre los bosques salvajes de Deldoria. A los costados del camino crecían cultivos ordenados en hileras: maíz de tallos altos, tomates rojos como farolitos, y calabazas anaranjadas que parecían enormes piedras. Más allá, los campos de trigo dorado ondeaban suavemente con el viento, como un mar silente bajo el cielo abierto.

 

Algunos animales deambulaban con calma cerca de los sembrados. Unas cabras trepaban rocas musgosas, gallinas picoteaban la tierra en busca de granos, y un par de vacas descansaban bajo la sombra de un roble. Cerca del granero, un burro atado a un poste bostezaba perezosamente.

 

Jota se asomó aún más a la ventana, sus ojos brillaban de emoción.

 

"¡Mamá, mira! ¡Hay un montón de animales! ¡Y los cultivos son gigantes!" dijo, casi sin aliento.

 

Adelise sonrió desde su asiento, echándole una mirada cariñosa.

 

"Sí, cielo. Tu abuelo ha trabajado esta tierra toda su vida. Cada rincón tiene un pedacito de él," respondió con dulzura.

 

A medida que avanzaban, Jota descubría que, más allá de los cultivos, había varias cabañas repartidas en círculo. Eran de madera envejecida, techos inclinados y chimeneas humeantes. A simple vista, se notaba que no eran solo viviendas: también eran talleres, almacenes y pequeños refugios para herramientas y animales.

 

Pero en el centro del claro se alzaba una cabaña mayor, construida con troncos robustos y base de piedra. Tenía un gran porche de madera, dos mecedoras gastadas por el uso y un rosal trepando desordenadamente sobre las columnas frontales. Era la casa principal, el corazón de toda aquella vida.

 

Edras estacionó junto a un poste tallado con el símbolo de la familia Morel: un roble fuerte con raíces profundas.

 

"Llegamos," anunció mientras apagaba el motor.

 

Antes de que el auto se detuviera por completo, Jota abrió la puerta y saltó fuera, aspirando hondo el aire fresco que olía a tierra mojada y flores silvestres.

 

"¡Se siente diferente! ¡Es como... como si todo fuera más grande aquí!" exclamó, estirando los brazos con energía.

 

Mientras Saida seguía dormida en el regazo de Adelise, Edras sacaba las maletas del maletero. Jota miraba de un lado a otro, sintiendo que el lugar lo envolvía como una canción sin letra, algo cálido y antiguo.

 

La puerta de la gran cabaña se abrió de repente, dejando salir a dos figuras familiares: un hombre de complexión robusta, cabello blanco como la ceniza, y una mujer de rostro dulce, con ojos vivos que brillaban como si hubieran estado esperando ese momento durante años.

 

"¡Adelise! ¡Edras! ¡Mis niños, bienvenidos!" gritó la mujer, dejando caer el delantal que llevaba.

 

"¡Abuela Rose!" llamó Jota, corriendo hacia ella con una carcajada alegre.

 

Rose lo abrazó de inmediato, levantándolo del suelo con un giro torpe pero lleno de amor. El abuelo Edeh se acercó caminando con paso firme y tranquilo, sonriendo con una mezcla de orgullo y alivio.

 

Edras estrechó la mano de su padre con fuerza y luego lo abrazó, mientras Adelise, con Saida aún en brazos, intercambiaba palabras suaves con su madre.

 

Jota, liberado de los abrazos, giró sobre sí mismo mirando todo. Sentía que estaba en otro mundo, uno que palpitaba de vida.

 

"Este lugar es como un bosque encantado," pensó, maravillado. "Aquí podría construir una fortaleza... o cazar monstruos invisibles..."

 

Se detuvo un segundo, observando cómo los últimos rayos del sol teñían de oro los cultivos y las cabañas.

 

"Quiero que todo se quede así... para siempre," deseó en silencio, mientras una extraña tristeza, apenas perceptible, le rozaba el corazón.

 

Muy en el fondo, algo le decía que esa paz era más frágil de lo que parecía.

 

La amable abuela Rose, con una sonrisa amplia, tomó la mano de Jota, guiándolo hacia los campos cercanos.

 

"Ven, te voy a enseñar cómo crecen las calabazas este año. ¡Mira cómo están enormes!" dijo, riendo con calidez mientras señalaba un campo lleno de hortalizas. El sol comenzaba a ponerse, tiñendo el paisaje de tonos anaranjados y dorados.

 

Jota la seguía con entusiasmo, mientras echaba un vistazo a su alrededor. "Es como un laberinto de plantas y árboles", pensó, mientras se adentraba más entre las hileras de cultivos.

 

Rose era una mujer de complexión delgada pero fuerte, con cabellera canosa recogida en un moño simple. Sus ojos marrones claros siempre brillaban con una chispa de sabiduría, reflejando una vida de trabajo duro y amor por la familia. Aunque su piel ya mostraba las huellas del paso del tiempo, su sonrisa seguía siendo juvenil, tan cálida y acogedora como siempre.

 

Al otro lado, Edeh, el abuelo, le mostró a Edras el nuevo establo que había construido con sus propias manos, explicando con orgullo cómo había mejorado las condiciones para los animales.

 

"Este invierno será mucho más fácil para ellos", dijo, su voz baja pero firme, como si el trabajo manual fuera su forma de demostrar su amor por la familia.

 

Edeh tenía una figura robusta y enérgica a pesar de los años. Su cabello, completamente blanco, le daba un aire venerable, y su barba espesa y canosa acentuaba su semblante sabio. Sus ojos oscuros, siempre atentos y llenos de vida, se mantenían enfocados y serenos, como si cada rincón de su granja tuviera una historia por contar.

 

Edras y Edeh se acercaron al nuevo establo, mientras Adelise y Rose seguían con Jota entre los cultivos. Saida, que ya se había despertado, caminaba tomada de la mano de su madre, su pequeña figura abrazada a la de Adelise, mientras Rose charlaba animadamente con ellas sobre las plantas y las flores del campo.

 

"Me alegra saber que estás en una zona tan protegida", dijo Edeh, su voz cargada de una serenidad profunda, pero con un toque de preocupación por lo que su hijo podría haber tenido que enfrentar en la Zona Roja. "Alvoria está justo abajo de nosotros, ¿verdad? Una zona tranquila... Lo que me da paz es saber que no tienes que lidiar con lo que enfrentamos aquí, hijo."

 

Edras asintió con una ligera sonrisa, sintiendo el peso de las palabras de su padre. Sabía lo que significaba vivir en Pondcross, y esa preocupación por su bienestar le tocaba más de lo que admitía.

 

"Padre… ¿y a ustedes cómo les está yendo aquí? Veo que están mejorando las casas", dijo Edras, observando las pequeñas cabañas alrededor del establo, dispuestas en un círculo rústico pero ordenado.

 

Edeh cruzó los brazos y asintió con una sonrisa serena, mirando con orgullo las construcciones.

 

"Hemos hecho lo que podemos con lo que tenemos. Algunos vecinos decidieron quedarse y echar raíces, así que nos organizamos. Esta tierra puede ser difícil, pero también da mucho si se la cuida."

 

Su mirada se desvió por un momento hacia los campos, como si observara algo más allá del presente.

 

"Desde aquel día trágico... ya van cinco años sin que los Devoradores aparezcan. Todo Pondcross estaba en caos entonces. Pero no creo que vuelva a ocurrir... al menos no por ahora."

 

Antes de que Edras pudiera responder a la pregunta de su padre, unas risas infantiles rompieron la calma del atardecer. Desde uno de los senderos que atravesaban el poblado, una niña de la edad de Jota apareció corriendo entre las casas, descalza, con las mejillas enrojecidas por el viento y una flor silvestre en la mano. Su cabello castaño, atado en dos coletas algo desordenadas, saltaba con cada paso.

 

"¡Abuelo Edeh!" gritó con voz alegre mientras se lanzaba a sus brazos.

 

Edeh sonrió de inmediato, agachándose para recibirla en un abrazo fuerte y cálido. Aunque no era su nieta biológica, Ela lo llamaba "abuelo" desde hacía un par de años, cuando su familia se asentó cerca de la granja. Habían llegado buscando un lugar más seguro dentro de la misma Zona Roja, y encontraron en Edeh y Rose una familia adoptiva hecha de generosidad y cariño mutuo.

 

Pocos segundos después, apareció una mujer de expresión serena, piel tostada por el sol y una trenza larga que le caía sobre el hombro. Caminaba a paso tranquilo, con un paño colgado del cinturón y una sonrisa en el rostro.

 

"No hay forma de detenerla cuando se emociona", dijo, con tono suave. A su lado, un hombre de hombros anchos y camisa arremangada se acercaba con paso firme. Su mirada era atenta, aunque sus gestos eran relajados.

 

"Ellos son Sira y Noam, los padres de Ela", explicó Edeh, levantando la vista hacia su hijo. "Han sido buenos vecinos desde que llegaron hace un año. Se instalaron justo cuando empezamos a reconstruir esta parte del asentamiento."

 

Edras estrechó la mano de Noam, devolviendo una breve sonrisa.

"Un gusto. Soy Edras, el hijo de Edeh. Adelise está con mi madre, y mis hijos Jota y Saida están con ellas, por allá." Señaló hacia el campo, donde las siluetas de los mencionados podían verse entre los cultivos.

 

Ela bajó de los brazos de Edeh y miró en dirección a los campos. Su atención se detuvo en Jota, que desde la distancia también la observaba con cierta curiosidad. No se conocían. Sus miradas se cruzaron apenas por unos segundos, suficientes para dejar la semilla de una primera impresión.

 

"Hola", murmuró Ela, en voz baja, sin dejar de mirar.

 

Mientras los adultos seguían conversando a lo lejos, Ela no esperó una invitación. Con la naturalidad de alguien acostumbrada a moverse libre por el campo, echó a correr entre las hileras de calabazas y tomateras, esquivando las plantas como si conociera cada rincón de la tierra. Su flor silvestre aún la llevaba en la mano.

 

Jota, que estaba ayudando a su abuela Rose a juntar algunas ramas secas junto al cercado, alzó la mirada al ver que la niña se acercaba a toda velocidad. Parpadeó, confundido al principio, y luego se incorporó lentamente, con la expresión atenta, como quien está por enfrentar un nuevo tipo de criatura en uno de sus juegos mentales.

 

Saida, que estaba junto a Jota, miraba curiosa a la niña que se acercaba.

 

Ela se detuvo a pocos pasos de ellos, algo agitada, pero con una gran sonrisa.

 

"Hola... Jota. ¿Tú eres Jota?" preguntó sin rodeos, esperando varios segundos.

 

Ela arqueó una ceja, haciendo una mueca juguetona. "¿No has escuchado lo que acabo de decir?" replicó con una sonrisa traviesa.

 

Jota, ahora reconociendo a la niña, sonrió y respondió: "Sí, ya te escuché decirlo antes."

 

Jota soltó una risa, y Saida, mirando a Ela, dijo con curiosidad: "Sí, Jota te escuchó. A veces es un poco distraído, pero no por mucho tiempo."

 

Ela se rió con suavidad y, justo en ese momento, Adelise, que se acercaba a los niños, vio a Ela y la observó con curiosidad. Aunque no sabía su nombre, le dedicó una cálida sonrisa.

 

"Hola", dijo Adelise amablemente, inclinándose ligeramente para dirigirse a Ela. "¿Cómo te llamas?"

 

"Ela", respondió la niña con una sonrisa amplia. "Vivo aquí cerca."

 

Adelise asintió, sonriendo. "Qué bien, Ela. Jota, Saida, cuiden a la abuela, ¿sí? Me voy a hablar con los demás."

 

Jota asintió, y Adelise se alejó tranquilamente, dejándolos con Rose.

 

"¿Ella es su mamá?" preguntó Ela con interés.

 

"Sí, es nuestra mamá, es Adelise," respondió Saida.

 

Jota, después de un momento, miró a Ela. "¿Tú también ayudas con las plantas?"

 

Ela negó con la cabeza, orgullosa. "No. Yo cazo sapos. Y una vez vi un tejón… bueno, creo que era un tejón. Pero corría muy rápido."

 

Saida, que estaba observando atentamente, se unió a la conversación: "¿Un tejón? Eso suena increíble, Ela. ¿No te dan miedo los Devoradores?"

 

Ela se encogió de hombros. "No han aparecido en años. Y si lo hacen… mi papá tiene una escopeta vieja. No sirve mucho, pero hace ruido. Eso asusta."

 

Jota se quedó pensativo por un instante. Le caía bien Ela. Era distinta de los niños de Alvoria. Más salvaje, como si fuera parte del lugar. Le ofreció la mano, formal.

 

"¿Quieres construir una fortaleza conmigo? De las imaginarias."

 

Ela lo miró sorprendida, pero luego asintió con entusiasmo. "¡Sí!"

Saida, sin perder la oportunidad, también se unió a la idea. "¡Yo también quiero! Podemos hacerla más grande."

 

Ambos, con Saida ahora uniéndose a la diversión, corrieron hacia un claro entre las plantas, donde unas piedras viejas y un árbol caído se convirtieron, en su mente, en un castillo de defensa contra monstruos invisibles.

Mientras los niños jugaban en el campo, riendo y gritando, la sirena comenzó a sonar de manera estridente, cortando el bullicio y el silencio del pueblo.

"¡¡A todos los pobladores, regresen a sus hospedajes de inmediato. Repito: regresen a sus hospedajes hasta nuevo aviso!!", la voz por el altavoz sonó con una urgencia que helaba la sangre. Los niños se detuvieron en seco, mirando alrededor con confusión y miedo, mientras sus padres y vecinos se apresuraban a llamarlos y llevarlos a casa.

"¿Qué es ese sonido?" preguntó Jota a su nueva amiga Ela con un toque de nerviosismo, mientras volteaba hacia el bosque que se sumía en una penumbra inquietante con el desvanecimiento del sol. Sus ojos, llenos de un terror creciente, se fijaron en la oscuridad que parecía cerrarse sobre ellos.

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