Entonces, una ráfaga de viento helado entró por la ventana.
Las cortinas se agitaron.
El aire se volvió denso, cargado de algo invisible.
Como si el cuarto respirara con nosotros.
Como si ese momento también tuviera vida propia.
Y así, bajo el murmullo del viento que entraba como un susurro antiguo, entendí algo que no supe nombrar. No era una invasión. No era un hechizo. Era un despertar. No estaba siendo poseída, ni arrastrada por una fuerza ajena. Era yo, en mi forma más pura, más cruda, más real. Era como si por fin estuviera respirando con los ojos abiertos. Y aunque doliera, aunque lo que viniera después fuera caos, ya no pensaba cerrarlos.
No sabía si había cruzado un umbral o simplemente recordado el camino. Pero algo era seguro: ya no volvería a ser la misma. Sentí cómo esa parte de mí —la que siempre susurraba en las noches de insomnio, la que temía nombrarse frente al espejo— tomaba forma. Y no era monstruo. No era sombra. Era yo, con todas mis grietas abiertas y brillando. Hermosa, terrible, invencible.
Y me quedé allí, frente a él, como si todo lo demás se hubiera desvanecido. Como si el mundo fuera solo esta habitación y ese abismo oscuro que nos unía. No sabía si lo que ardía dentro de mí era amor, miedo o hambre. Tal vez las tres cosas, mezcladas hasta volverse indistinguibles. Pero no importaba. Porque en ese instante entendí que no estaba buscando respuestas. Estaba buscándome a mí misma en su reflejo, en su sombra, en esa parte de mí que había pasado toda la vida tratando de enterrar. Y ahora, que al fin la había encontrado, no pensaba soltarla. Aunque doliera. Aunque me consumiera. Aunque no quedara nada más.
Me acerqué al borde de la cama y toqué la colcha con la yema de los dedos. El cuarto estaba oscuro, pero no vacío. Podía sentirlo. Él no estaba a mi lado, pero tampoco lejos. Todo tenía su olor. Su silencio. Su sombra. Cerré los ojos. Dejé que el aire me envolviera como si fuera su abrazo, tibio y cruel. Y entonces lo entendí: él no tenía que estar presente para poseerme. Me bastaba el recuerdo. El vínculo invisible. La herida compartida. Porque no se trataba de amor ni de deseo. Era otra cosa. Más honda. Más visceral. Algo que no necesitaba nombre para doler. Algo que no necesitaba forma para quedarse.
Me senté en la orilla de la cama, y decidí quedarme. No por miedo. Sino porque por fin, en ese cuarto cubierto de sombras, con su ausencia tan presente como su tacto, me sentía entera. No completa como quien ha encontrado su mitad. Completa como quien ha aceptado lo que lleva dentro, sin buscar redención Lo mirara o no, lo nombrara o no, él ya estaba en mí. Y eso no iba a cambiar.
Podía seguir huyendo. Fingir que había una puerta abierta al mundo. Podía correr y llenar mi vida de ruidos, de gente, de luz artificial. Pero todo eso sería una máscara. Y ya no quería más máscaras.
Esto era mío. Nuestro. Un eco compartido en la oscuridad. Una memoria tatuada en la piel. Y aunque nadie más lo entendiera, aunque doliera, aunque quemara… había verdad en esto. Había raíz. Había fondo.
Quizá mañana lo negaría. Quizá más adelante lo extrañaría. Pero esta noche, en esta quietud pesada, elegía no escapar.
Por primera vez, era libre. Por primera vez, elegía quedarme.
No necesitaba más señales. Lo entendí en el silencio, en ese instante suspendido donde el corazón no latía, solo observaba. Él no estaba allí, pero todo hablaba de él. Cada rincón, cada sombra, cada grieta del cuarto susurraba su nombre sin decirlo. Y yo… ya no quería escapar. Había algo en esa quietud que me sostenía. Algo en esa presencia ausente que me completaba más que cualquier caricia. No hacía falta verlo. Lo llevaba conmigo, como un segundo pulso, como un idioma que solo yo hablaba.
Me recosté sin cerrar del todo los ojos, como si aún esperara que la puerta se abriera. Pero ya no para que regresara, sino para que todo lo demás saliera. La duda. El miedo. La necesidad de encajar en un mundo donde nunca supe quién era. En este cuarto, entre las paredes que lo habían visto todo, entendí que tal vez yo no estaba rota… solo nacida para una forma de amar que el resto llamaría peligro. Y tal vez lo fuera. Pero era mía. Y él también.
Otro día.
Pero no como los demás.
La luz entraba por la ventana como si también dudara de estar aquí. Todo se sentía suspendido, como si el tiempo estuviera aguantando la respiración. Yo también. Porque sabía que si respiraba demasiado hondo, podía volver.
Él.
El recuerdo de su voz aún caminaba por mis paredes. La noche anterior me había dejado vacía, pero no de esa manera simple. No era un vacío como el de una taza sin café o una hoja sin tinta. Era un vacío con forma. Con peso. Con nombre.
Me levanté. No sabía bien para qué. Mi cuerpo se movía con esa lógica extraña de los que aún no aceptan que algo ha cambiado para siempre.
Encendí la cafetera. El sonido del agua burbujeando me dio una sensación de realidad que no sentía desde hacía días. O semanas. O años. A veces, el tiempo se encoge en mi cabeza como papel quemado.
Quise hacer algo diferente. Romper la rutina. Salir de la espiral. Pero incluso al querer romperla, seguía girando en ella.
Entonces lo escribí.
Una sola palabra, apenas un susurro sobre la hoja.
Damián.
Me detuve. Lo miré. No sabía de dónde venía ese nombre. Ni por qué mis manos temblaban después de escribirlo. Era como si lo hubiera estado repitiendo en sueños desde niña, pero solo ahora se hiciera audible.
Volví a mi cuarto. Cerré la puerta como quien cierra una herida que aún sangra. Me senté en la cama y me quedé mirando las manos.
Ahí estaban. Íntegras. Llenas de líneas. Pero yo sabía que ya no eran las mismas.
Porque algo había entrado.
Y no sabía cómo sacarlo.
—¿Cómo te llamas? —pregunté.
Mi voz salió baja, casi rota.
No había nadie frente a mí. O tal vez sí. Pero no de la forma en que estamos acostumbrados a ver.
Él no respondió.
Solo me miró.
Largo.
Lento.
Como si su nombre fuera un secreto antiguo. Uno que tenía el poder de romper cosas. De romperme.
—Necesito saberlo —insistí, aunque no sabía bien por qué.
Quizá era miedo.
Quizá era esa absurda necesidad humana de ponerle nombre a lo que no entiende, como si eso lo hiciera menos real.
Como si escribirlo pudiera atraparlo en una hoja y evitar que me poseyera.
Pero él…
Él no me lo iba a dar.
—Los nombres no importan —dijo al fin.
Su voz no salió de su boca, sino del aire. De las paredes. Del suelo.
Me rozó como una sombra húmeda que me conocía por dentro.
Y entonces lo supe.
Él me estaba viendo.
No como los demás.
No como una silueta más en medio del mundo.
Me veía.
Veía lo que me dolía.
Lo que me comía por dentro en silencio.
Lo que dejaba entre líneas cuando escribía en la madrugada.
Los huecos.
Las grietas.
El eco.
—¿Por qué yo? —pregunté.
Él dio un paso hacia mí.
Sus pies no hacían ruido.
No dejaban marca.
Como si no tocara realmente este mundo. Como si estuviera entre planos. Entre tiempos. Entre vidas.
—Porque tú también estás rota —respondió.
—¿Y eso te gusta?
—No —dijo, y su mirada se volvió fuego sin calor—. Eso me llama.
Quise retroceder.
Pero no lo hice.
Una parte de mí, la más salvaje, la más escondida, la más hambrienta, quería quedarse. Quería saber más. Quería el peligro. Quería entender por qué, entre todas las personas, me había elegido a mí.
—A veces siento que no existo —murmuré
No era una confesión.
Era una herida pronunciándose.
Él no se inmutó.
Solo me observó como si acabara de decir algo sagrado.
—Yo siempre te vi —dijo.
Y ese "siempre" me golpeó como una vida entera.
La noche era otra.
Más densa.
Más llena de sombras que no estaban cuando llegué.
Fui a la cocina, no porque tuviera hambre, sino porque necesitaba tocar algo.
La loza fría.
El pomo del cajón.
La madera de la mesa.
Cualquier cosa que no fuera mi pecho.
Pensé en llamarlo así. Mi pecho.
Ese lugar donde ahora vivía él.
Ese hueco nuevo que ardía con su ausencia, aunque su presencia todavía estaba pegada a mis huesos.
¿Cómo se mide la cercanía de alguien que no está?
¿Cómo se escribe a alguien que no se deja escribir?
Pensé en su mano.
En la forma en que no apretó.
En la forma en que me sostuvo sin sujetarme.
¿Era eso ternura o advertencia?
¿Era amor o castigo?
Quise llorar, pero no me salían las lágrimas.
Solo ese calor extraño en la garganta, como si mi cuerpo supiera que lo que sentía no tenía nombre…
o no debía tenerlo.
Me recargué contra la pared.
El suelo frío.
La casa silenciosa.
Y yo…
yo tan llena de palabras que no me atrevo a decir.
Si cierro los ojos, lo escucho.
No caminando.
No hablando.
Sino mirándome.
Como si existiera todavía en ese rincón entre la realidad y lo que me invento para sobrevivir.
Y tal vez sí.
Tal vez nunca se fue.
Tal vez siempre estuvo.
O peor…
tal vez fui yo la que lo llamó.
Sin saberlo.
Desde las páginas.
Desde los vacíos.