Cherreads

Chapter 1 - Prologo: Traición

La luna colgaba inmóvil en un cielo nocturno teñido de azul profundo. Sobre su superficie, un palacio solitario se alzaba entre sombras: majestuoso, pero erosionado por el abandono. Las columnas rotas y los pasillos vacíos susurraban historias olvidadas.

Frente a sus puertas, un hombre de cabello largo y azul se mantenía inmóvil. Su silueta proyectaba una sombra alargada bajo la tenue luz lunar. Suspira. Como si el aire mismo le advirtiera que algo estaba por desatarse.

Entonces, sin decir una palabra, extiende su mano. Una energía gélida y densa se condensa en su palma. La libera de golpe.

Una explosión de hielo destroza las puertas del palacio.

Camina a través del umbral, dejando tras de sí escarcha y fragmentos de mármol helado. En el salón principal, un hombre lo esperaba sentado sobre un trono cubierto de oscuridad.

—Te estaba esperando... dios de la muerte —dijo con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos.

El recién llegado frunció el ceño.

—Tú… —sus ojos se entrecerraron al reconocer el rostro—. Eres Baal… el general de los demonios. ¿Cómo te atreves a traicionar a los dioses?

Baal se echó a reír con burla.

—¿Traición? No digas tonterías. Zeus se iba a revelar tarde o temprano… ¿De verdad crees que nos daría las armas prohibidas de los titanes? Solo me adelanté a la jugada, eso es todo. Kronos el titán loco está al borde de caer. Era el momento perfecto.

El dios de la muerte lo observó en silencio. Baal levantó una ceja y se acercó un paso.

—Dime, dios de la muerte... ¿también viniste a saquear las armas prohibidas? Más que su mano ejecutora... pareces su perro.

El dios apretó los dientes, y sin responder, desenvainó una pequeña guadaña que creció de forma súbita hasta alcanzar un tamaño imponente. Sus bordes brillaban con tonos azul y negro.

—Parece que tendré que matarte.

Se lanzó con fuerza hacia Baal. Pero justo cuando su hoja estaba por alcanzarlo, una fuerza inesperada lo embistió desde un costado. Fue lanzado por los aires, destruyendo una parte enorme del palacio en su trayectoria. Su cuerpo impactó con violencia contra un edificio.

Era la ciudad donde vivía gran parte de los Titanes estaba devastada por la guerra. Ruinas silenciosas y estatuas decoraban las calles abandonadas.

Una figura descendió lentamente, posándose frente a él.

—Bonito paisaje, ¿no crees? —dijo el extraño—. Me gustan esas estatuas de piedra. Las hice yo mismo… petrificando a esos titanes que se creían superiores a mí.

El dios se giró hacia las figuras y frunció el ceño.

—¿Eran personas… como tú? —preguntó, con una mezcla de incredulidad y asombro—. ¿Tú las petrificaste?

—Oh sí —respondió con placer. Luego, deslizó su mano por debajo de su armadura y sacó un collar oscuro, con una gema púrpura incrustada en el centro—. Esta joya... es una de las armas prohibidas. Y ahora que la he conseguido, mi poder ha evolucionado. Por fin podré vengarme de todos los que me han hecho daño. A todos. Comenzando contigo dios de la muerte.

Su voz se tornó fría.

—Ustedes, los dioses, creen estar en la cima de todo. Exigen obediencia. Imparten dolor como si fuera justicia. Pero eso se acabó. Los destruiré.

El dios de la muerte lo observó con seriedad, pero sin titubeos. Empuñó su guadaña y la agitó con un movimiento veloz. De su hoja surgieron decenas de lanzas de hielo que se precipitaron hacia su enemigo.

Este levantó una muralla de piedra con rapidez, bloqueando el ataque. Desde detrás de la barrera, emergieron columnas que intentaron aplastarlo. El dios esquivó por poco, pero del suelo brotaron púas que alcanzaron su brazo.

Antes de poder reaccionar, su enemigo apareció tras él y le asestó un potente golpe. Pero el dios ya lo esperaba: su espalda estaba cubierta de espinas de hielo que se clavaron en la pierna del atacante.

Aprovechando el momento, el dios se giró y lo golpeó con el puño cubierto de escarcha, lanzándolo hacia la colina. No perdió tiempo y congeló el suelo a su paso, deslizándose con rapidez hasta alcanzarlo. Lo hirió con un corte certero.

Lo tomó del cuello y, sin soltarlo, lo arrastró de regreso al palacio.

El amanecer comenzaba a pintar el cielo de tonos anaranjados.

—He terminado con tu lacayo —dijo, arrojando el cuerpo a los pies de Baal—. Sigues tú.

Baal lo observó sin perder la compostura. Sonrió.

—¿De verdad crees que mi hijo ha perdido?

El dios se giró lentamente. El cuerpo tirado comenzó a levantarse.

—Levántate, Arioch... ¿no dijiste que te vengarías de los dioses?

Arioch se alzó con un rugido. Sus heridas sanaban con rapidez mientras la gema de su collar destellaba con una luz oscura.

—¿Así de poderosas son todas las armas prohibidas...? —murmuró el dios.

Arioch se lanzó con una velocidad brutal. El golpe en la cabeza fue tan fuerte que el dios apenas pudo mantenerse en pie. Luego vino la tormenta de piedras: una lluvia de picas que apenas pudo esquivar. Cada movimiento del enemigo era más salvaje que el anterior.

El dios congeló el suelo, haciéndole perder el equilibrio. Del hielo surgieron cientos de pinchos que atravesaron el cuerpo de Arioch.

Se preparó para el golpe final.

Pero entonces, la gema del collar comenzó a latir con una energía oscura. Una onda de fuerza destruyó los pinchos, liberándolo. Arioch sonrió.

—Mientras más daño me haces... más fuerte me vuelvo.

Apoyó su mano en el hielo, que se transformó en piedra.

—¿Quieres saber qué pasa si te toco ahora?

El dios retrocedió, inseguro.

—No te parece fantástico que termines como una estatua? —rio Baal—. Así todos te recordarán...

Sacó una pequeña caja negra de entre sus ropas.

—Las armas... ya no me interesan. Esta caja es la verdadera razón por la que estoy aquí. Pero no te diré lo que contiene.

El dios de la muerte lo miró fijamente, su mirada oscurecida por la duda.

Arioch se abalanzo sobre él una vez más pero antes de que lo llegara atacar el dios sostuvo con firmeza su arma y pronuncio 

—Juala de Batalla: Ataúd de la Muerte.

Un cubo de energía negra envolvió a los tres. De él surgieron cadenas que atraparon a Baal y a Arioch.

Sin perder un segundo, el dios arrebató la caja de las manos de Baal. Sacó una moneda con antiguos sellos de su bolsillo y la arrojó al suelo.

Un portal se abrió, girando como un remolino.

—Nos vemos, Baal y como rayos te llamabas.

Se lanzó hacia él.

Pero justo antes de cruzarlo por completo, Arioch rompió las cadenas y logró tocarle la pierna.

—Ahora nunca podrás contar lo que pasó aquí...

El portal se cerró, y dentro de él, el dios comenzó a petrificarse.

—Maldición he perdido.

Y desapareció en la oscuridad del vórtice.

More Chapters